Vivir en Nueva York es mi materia pendiente en la vida, medianamente tuve la experiencia en julio y las primeras semanas de agosto del 2001. Cuando tome un taller con School of Visual Arts en la gran manzana y lleve una vida de residente, no de turista como es lo habitual. Quedé amando esas callecitas, rincones, tiendas y cafés que sólo descubres pateando mucha calle y en especial las mismas alrededor de donde vives. La mayoría de las veces no tienen nada más de especial que el hecho de las anécdotas vividas ahí. El lugar del café para llevar camino al estudio todas las mañanas, el gimnasio de la esquina, el deli del coffe breack de media tarde, el sitio de los Bruch dominicales, el italiano con el tiramisú fantástico, el sushi place bueno, bonito y barato… etc. Iguales a miles que hay en Manhattan pero únicos porque tienes recuerdos muy propios en ellos.
En ese estado de enamoramiento de la ciudad de los rascacielos me tomó la mañana del once de septiembre del 2001, a sólo tres semanas de haber regresado de allí a Panamá.
Para ese entonces vivía sola en mi apartamento del Casco Viejo, donde nunca tuve televisión. Temprano recibí la llamada de mi hermana Caroline, que trabajaba en noticias en el canal RPC, me dijo que hubo un accidente y un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas, me quedé de piedra (escribo esto y toda la piel se me eriza), al rato me llamó de nuevo, no era un accidente sino un atentado y otro avión había impactado la segunda torre. El corazón me empezó a ir a mil por hora y salí corriendo hacia el gimnasio del Miramar, sitio que frecuentaba y con TV más cercano que se me ocurría. Abría la puerta del lugar en el mismo momento en que en la pantalla se derrumbaba la primera torre. Abrí la boca pero no podría respirar, miraba a mi alrededor queriendo que alguien me dijera que lo que acababa de ver no era cierto, pero todo el mundo estaba congelado en el mismo grito silencioso agarrándose la cara o tapándose la boca con los ojos tan grandes y desorbitados como los míos. Me doblé, sentía ganas de vomitar, que el corazón se me partía, que las torres y el mundo se me venían encima pero, sobre todo, sentía una necesidad imperante de que todo lo que veía fuera mentira. “¿Se derrumbó? ¿Se cayó? No puede ser…” como todos, lo había visto en vivo y en directo pero no podía dar crédito de ello. En eso la segunda torre, sabiéndose herida de muerte, crujió y se desplomó ante los ojos del mundo. Me eché a llorar, igual que estoy haciendo ahora… con un llanto silencioso para liberar una presión demasiado sobre acogedora en el pecho.
Por más que soy crítica con la cultura estadounidense adoro la ciudad de Nueva York y cada septiembre, en especial el día 9, saldría -si tuviera una- con mi camiseta de I love New York. Porque amo esa ciudad y en ese día, más que nunca.
(Las fotos que aquí aparecen fueron tomadas en 1991, diez años antes del atentado a las torres. Desde entonces sólo unas dos veces volví a visitarlas a pesar de múltiples viajes a la gran manzana, demasiado plan de «guiris», entiéndase de turistas. Ahora, diez años después de ese 9/11 que cambió la historia, quisiera haberlas ido a ver en más ocasiones…ya ni modo…)