Por: Paola Schmitt
Desde su nacimiento, Juan vivìa con su reducida familia en la casa de Calle Primera, junto a los bomberos. Cuando tenía dos años nació Luis, hermano solo de madre, como casi todos los hermanos de la isla. Así, su familia y su mundo pasaron a ser sus abuelos, su madre y Luis.
La casa de madera, ahora destartalada, hablaba de otros tiempos, los buenos tiempos, los tiempos en que el abuelo trabajaba en las bananeras y Bocas del Toro era una próspera ciudad. Con los años, y es que la construcción tenía demasiados, había ido cediendo. Construída sobre troncos, actualmente se ladeaba hacia la derecha, lo que hacía más divertido los juegos de canicas, que se limitaban a corretear las bolas que se deslizaban solas.
De construcción caribeña, alguna vez hasta estuvo pintada de verde, pero de aquel donaire uqedaba muy poco y hoy estaba venida a menos, mucho menos. Con la salida de las bananeras, el pueblo se vino abajo, el abuelo también y la casa igual. Pero ésta seguía teniendo algo envidiable: el mar. El mar como sólo es en Bocas: turquesa, transparente, lleno de estrellas marinas en su fondo. Ahí Juan aprendió a nadar casi antes de caminar y le enseñó a su hermano Luis. Metidos en sus aguas pasaban los días; ahí aprendieron a pescar a pulmón y también amarrando un carrete de hilo a la botella vacía de aceite Pabo, que siempre fue la mejor caña.
Juan llegó a sexto grado de primaria, pero a su madre le fue imposible seguir costeándole los viajes diarios a Changuinola para cursar secundaria. Así, que con su educación precaria pero suficiente, se dedicó a la pesca artesanal; sus frutos los vendía en la cocina del Hotel Bahía, gracias a la influencia de su madre que trabajaba detrás se los fogones desde hacía quince años.
Juan no resintió que el padre de Luis quisiera cubrir los costos de la educación secundaria de su hermano, lo que sí le rompió su corazón de niño, pues no tenía más de once años al momento, fue que eso incluyera que se mudara a vivir a Changuinola, con sus otros abuelos, que nada tenían que ver con él. Asì se le fue su compañero de juegos, de pesca, de aventuras y desventuras. Despidió a Luis una mañana de lunes en que una cortina de lluvia lavaba y escondía sus lagrimas mientras su hermano se subía en una lancha, con dos bolsas de plástico negras en las que llevaba sus pocas pertenencias.
Los años pasaron en sucesión de goteo y Juan -lo que son las cosas- quedó de soporte y sustento de la casa. El abuelo se sumergió en las nebulosas de sus cataratas y en un Alzheimer que no le permitía reconocer a los suyos ni a su realidad más que en contadas ocasiones. Tal vez mejor para él, que se sentía en sus tiempos mozos de las bananeras pero sin entender por qué no veía bien. La abuela se dedicò, como abnegada esposa, a seguirlo y atenderlo, a pesar de los desplantes con los que el abuelo, en sus delirios, insistía en saber por qué esa vieja pellejuda lo perseguía diciendo ser su mujer. Su madre fue enfermando, poco a poco se ponía más flaca y consumida, a los cuarenta y cinco era sólo piel y huesos, por su debilidad hacía tiempo que ni trabajaba ni se acercaba al Hotel Bahía, y así viviò a duras penas, hasta que un resfriado se le volvió pulmonía y se la llevó.
En su entierro oyó comentarios en sonido de rumores sobre su enfermedad, pero no entendió. Qué importaba, su madre estaba muerta y Luis no apareció. Hasta que un día lo hizo. Fue años màs tarde, en el entierro del abuelo. No llegó en el cayuco con motor como en el que se fue, llegó en el ferry desde Almirante, en un auto como los de la gente adinerada, un dizque Tercel, que tenía hasta radio AM y FM.
Cuando Luis apareció en la ahora más destartalada casa, a Juan le costó reconocerlo, así peinado y con bigote, con camisa y pantalones largos y zapatos cerrados de cordones. Pero eran los ojos de Luis, su compañero de canicas y pesca y salió corriendo a su encuentro. Él, como siempre, iba descalzo, con su pantaloneta vieja y, ante lo que pensó sería un abrazo, se encontró con la mano extendida en saludo de licenciado. Si bien es cierto que esta actitud le extrañó, él solo veía a su hermando de infancia, al que recordaba, al único que quería ver.
Que los gringos son el futuro. A Juan qué cuerno le importan los gringos. Que el terreno valía un dineral y la casa por antigua aún más. Que no sé qué gringo la quería arreglar para hacer un hotel y que él, Luis, como su hermano y licenciado, le iba a conseguir a él, Juan, dos mil dólares. Juan no había visto tanta plata junta, eso era cierto, pero la verdad es que tampoco le interesaba mucho.
Que con ese dinero iba a poder descansar. ¡Qué sabía este hermano licenciado de eso! Por más que duela, la verdad es que enterrada la madre después de tan larga enfermedad y ahora el abuelo -que al fin de sus días a cada rato lo traía la policía a casa, porque en su memoria desgastada se le olvidaba ponerse los pantalones y se le escapaba a la abuela quedando medio desnudo y perdido en la mitad del parque en el centro del pueblo, sin recordar cómo volver al hogar-, descansar era lo que iba a hacer ahora, pues sólo iría a pescar y platicar con la abuela en el porche sobre el mar. ¡Eso sì serìa descansar!
Que el gringo estaba perdiendo la paciencia y él también, que como hermano estudiado y experimentado en esos menesteres, sabía lo que le convenía y tenía que aprovechar la oferta y vender porque el gringo ya estaba viendo otro lote y otra casa e iba a perder la oportunidad de hacerse con una fortuna, poderse retirar de la pesca y cuidar de la abuela en un cuarto de alquiler de cemento con baño adentro y no con esa letrina afuera de la casa.
Tal vez sus estudios eran menores y su experiencia en cosas de este estilo nula, pero tanta presión y tanto apuro le olían como a gato encerrado. No fue ni empezar a preguntar, y Luis le cayó encima con eso de pescador ignorante y montó en semejante cólera que Juan realmente sintió que muy bruto sí debía de ser él, para no atender las razones de su hermano licenciado, que hasta celular tenía, y pensó que estaba siendo un mal hermano. Seguro lo que pasaba era que Luis estaba muy necesitado de su mitad, los dos mil dólares que le corresponderían del negocio. Esos pensamientos lo tenìan tan enredado que decidió compartirlo con la abuela, que sí, era mujer, anciana y cansada, mas ya es conocido eso de que más sabe el viejo por viejo, o algo así.
Juan no pudo salir a pescar ese día, estaba seguro de que si bajaba se ahogaría de la pura rabia. La abuela dijo que todo eso le olía a rata en cañería, que ella vieja y también sin estudios, pero tonta no, lo que sí sabía era hacerse la tonta, así que iba a averiguar bien. Días más tarde, la abuela le contó que el gringo ofrecía veinte mil dólares aunque Luis consideraba que por el estilo de vida y por algo llamado “estatus”, a Juan le iría más que bien con los dos mil, que su vida de licenciado era más cara y de otro nivel.
De pura rabia no quiso saber de Luis hasta que se fue calmando y sus remordimientos comenzaron a torturarlo de nuevo. Si su hermano estaba en apuros, claro que mantener ese carrazo costaba más que su panga y seguro necesitaba toda esa plata para vestirse tan bien.
En esas estaba cuando paró en la casa una pareja de gringos – es que desde que el cantante estaba en el gobierno no paraban de llegar-, colorados por el sol y comidos por las chitras. Luego le dijeron que no eran gringos sino canadienses, diferencia que Juan no entendía, pero si con eso ellos estaban más contentos, pues canadienses los iba a llamar. El caso es que tenían una oferta por el terreno y la casa y querían hablar con él, estando él no vieron la razón de llamar a Changuinola al hermano licenciado.
A Luis lo llamó un mes mas tarde, para decirle que tranquilo que le tenía su plata, no de su gringo sino de sus canadienses y que ojo que no era lo mismo que gringos. Más rápido que volando se presentó Luis, con miedo más que otra cosa, no fuera a ser que a Juan le diera por repartir a partes iguales. No había terminado de entrar por la puerta y a gritos le echó en cara que para él tenían que ser diez y ocho mil dólares porque él era licenciado y esas son retribuciones de la vida por todas sus responsabilidades. En vano intentó Juan objetar, Luis no oía razones, sólo quería su cheque por esa suma o no iba a firmar ningún papel. Juan le dijo que entendía su vida pero… y ni peros quiso oír Luis, tan pronto como los canadienses le hicieron su cheque el firmó él papel que tenía en frente antes de que alguien cambiara de opinión. Feliz se fue con su chequezón pensando que hay que respetar las diferencias, pues él tenía muy claro que no era igual que Juan, ni que ningún otro simple pescador.
Juan no volvió a saber de Luis, cosa que en parte ya intuía, pero tenía su conciencia tranquila, Luis necesitaba sus diez y ocho mil dólares como bien claro le había hecho saber y él, con su parte, se compró una finca de cacao y se fue ahí a vivir con la abuela, en una casa con baño adentro. Mientras se tomaba una taza de chocolate caliente, fruto de su propio cacao, y contemplaba satisfecho la extensión de sus plantaciones, pensaba en como està rindiendo toda esa otra platita de la que Luis no le había dejado hablar.
Bocas del Toro, 24 de febrero de 2007